Cuando uno logra perdonarle a los lugares ser reales, puede darles la oportunidad de que muestren lo que tienen de especiales.
Eso sucedió con el pueblo de mis abuelos.
Por años, el Pueblo fue el lugar de las historias pasadas: la casa con la huerta y los frutales; la Iglesia vieja y las veladas; la familia grande y las visitas; los bailes y las fiestas.
Por esos años, visitar el Pueblo era un ejercicio para la desilusión: la casa con la huerta que ya no era; los abuelos que ya no estaban. La Iglesia nueva. La familia chica, con cada vez menos visitas. Sin bailes y sin fiestas.
No ha sido hasta hace poco que logramos dejar de ver las ausencias y apreciar lo que el Pueblo es hoy, a más de 50 años del paso de los abuelos por sus calles: el lugar tranquilo para las caminatas; las casas abiertas. Los apellidos que continúan en caras nuevas pero familiares. El lugar donde tenemos un lugar que nos pertenece, aunque no tengamos un trozo de tierra en el que asentarnos.
Todo eso gracias a la familia... Gracias a la perdurabilidad de los lazos en el tiempo. A la mesa larga que se arma cada vez que llegamos.
Gracias a los sobrinos y a los sobrinos nietos que vienen para reencontrarse con la tía - tía abuela, para abrazarla y regocijarse con su todavía presencia. Y gracias a las charlas largas también, sentados todos en la vereda; al entusiasmo compartido mirando juntos el árbol genealógico que nos explica y nos continúa. A la oportunidad de que se junten los hijos de los hijos a jugar y a reconocerse de la misma sangre.
Esa es la familia que vinimos a visitar en estas Navidades.
Qué cosa, no? Que hayamos aprendido a aceptar el lugar tal cual es hoy y no nos haya pasado lo mismo con las personas.
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