Villa Edith era la casa adonde fueron a vivir mi abuelo Juan Giuliano y mi abuela María Vaieretti al tiempo de casados, ya fallecido mi bisabuelo Bautista, nacido el primer hijo, Ildo y antes de que naciera mi mamá.
La propiedad con su cuarto de manzana, la compraron al Jefe de Correo, de apellido Sánchez, cuya hija, oh casualidad se llamaba Edith. La casa había sido construida en 1924, según se observaba debajo del nombre, en la cornisa.
Tenía un cerco de alambre tejido en el que se entrelazaban rosas, lirios y crisantemos.
La puerta de calle abría a un camino de ladrillos, bordeado por rosales enramados para formar dibujos. Por el camino se llegaba a una escalinata, que a los lados lucía sendos maceteros en los que crecían charoles. El abuelo Juan se sentaba en uno de estos maceteros (el saliendo, a la derecha) a fumar su cigarillo, mirar el cielo y a enseñarle a mi mamá el nombre de las estrellas.
A cierta distancia, dos palmeras altas daban dátiles y sombra. Todo enmarcado por dos hileras de casuarinas, que se extendían hasta pasar la casa.
La simetría perfecta.
A la derecha, entre la casa y las casuarinas, varios canteros. Uno, con una rosa roja que se encaramaba en una estructura con forma de abanico, para dar sombra a azucenas y agapantos.
Más allá, alcanzando la ventana del dormitorio de la Marconetto, un beso de angel abría infinidad de flores de perfume. Luego, otro cantero, con una especie de ligustro de tres copas, en donde jugaba mayormente mi mamá.
A partir de allí empezaba el dominio de la huerta... aunque sobre el tejido continuaban luciendo las rosas. Aquí, las bandera española que se extendían hasta el fondo del terreno, con flores que la Nona María podaba para que todo mundo tuviera qué llevar al Cementerio en el Día de los Muertos.
En paralelo, dos hileras con las vides: uva chinche, moscatel y negra. Al costado, desde la galería trasera de la casa, con hamaca, y entre las vides y una glorieta con uva de trepar, venían los frutales: mandarinas, naranjos, pomelos, granada y un hermoso peral al fondo, que dejaba espacio para que se desparramaran, al sol, las frutillas.
Luego, detrás de un tejido que cortaba a lo ancho parte del terreno -para evitar el paso de las aves de corral- dos damascos dulces y una higuera. Este era el límite trasero del feudo, con un cañaveral para uso de la huerta, que separaba Villa Edith de los vecinos: la casa de Pedro Jordán.
El tejido para separar las aves continuaba, interrumpido por una pequeña puerta y un camino alineado con la glorieta. Del otro lado de este camino, paraisos, y al lado, la jaula para engorde, las casitas para los pollitos y la marlera.
Del otro lado de la glorieta, el patio, con camino a la letrina, detrás de la cual daba fruto un guindero y, recostadas sobre el tejido del corral, tunas. Girando, el cobertizo, junto al garaje, con un camino que cerraba, de nuevo al frente, con una tranquera.
Del otro lado del garaje, en lo que terminaría siendo el lote que mi madre regaló a su sobrina en ocasión de su boda para que construyera su primera casa, se extendía la quinta chica, con papas, camotes, todo tipo de verdura de hoja, apios y puerros (que Juan ponía a blanquear en un arenero ad hoc ubicado detrás del cobertizo), cebollas, ajo, melón, sandía y al fondo fondo, la esparraguera.
Hasta la esparraguera llegaba el tejido del fondo, que continuaba, girando, para separar la huerta de la casa de Guillermo y Celia Jordan.
Hoy, Villa Edith sigue en pie, pero impertinente e inescrupulosamente achaletada desde ya hace más de una treintena de años. Desnaturalizada diría yo; como arrebatada de su gracia original. Pero al menos sigue en pie, notándose que se esfuerza por dejar adivinar, detrás de tanta teja, ladrillo vista y aditamento extraño, su verdadera esencia.
Peor suerte corrieron el jardín y el huerto, que ya no existen. Desaparecidos junto con las palmeras, las casuarinas, los canteros y los maceteros con sus charoles, todo para dar paso a viviendas para la familia y terrenos ocupados con chatarra, desarmaderos y galpones.
Y el viejo tejido y los rosales... reemplazados pobremente por un cerco bajito sin casi propósito, que hoy ya parece viejo.
Resistió lo que pudo la esparraguera, empecinada en continuar dando frutos privada de cuidados.
Ha llorado mi madre diciendo: todo el trabajo del Nono se ha perdido. Lo que sembró, hizo brotar y cuidó para que creciera, nadie lo ha valorado y ha desaparecido. Incluso los castaños y los nogales que plantó en la Chacra, cuando acompañó a su hijo, ya viudo de María, de regreso a la Chacra. Quedan sí, de su mano tan especial, un hijo de un nogal plantado en Varela, y una higuera que resiste el paso del tiempo. Pero esto es casi nada.
Yo no quisiera que lo que dice mi madre fuera cierto.
Acá estoy, a cargo mío, el velar por lo que resta de sus trabajos. Aunque sólo sean sus recuerdos.
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