Nacimiento: un reconocimiento a la familia Micheloni

Hola amigos. Simplemente para contarles que, gracias a internet y gracias a esto de los blogs, nuestra familia ha retomado contacto con una rama del árbol que creo dejó de verse allá por la década del cincuenta... Increible.
Increible, no tanto el reencuentro sino más bien la pérdida del contacto. O más que increible... iba a decir inexplicable. Pero tampoco me sirve esta palabra. Porque explicaciones para todo hay. La distancia física. El transcurso del tiempo. Las cosas que le van sucediendo a la gente.

Más que nada, el debilitamiento de los lazos familiares.

Una y otra vez vuelvo a lo mismo. Así que no voy a insistir con esto. Nomás compartir la cara que pone hija cuando mira el árbol y dice: ¿todos éstos son tus parientes? Míos y tuyos, le digo. Y entonces me quedo mirando la pantalla y pienso, con todo respeto realmente: hemos parido este árbol.

Es gracioso, porque la palabra pariente, me fijo y comparte la misma familia etimológica que la del verbo parir, engendrar... Somos parientes porque nuestros ancestros parieron, generación tras generación, hijos hasta llegar a nosotros. Pero también somos parientes porque decidimos parir, en un sentido más voluntarioso y personal, nuestra propia vinculación con el resto de la descendencia que se mantiene viva.

Con los Micheloni, nos acaba de pasar eso. Acabamos de parir, o dar nuevamente a luz, nuestro parentesco. No se sientan obligados a enviar regalitos de recién nacido... Sí aceptamos felicitaciones y buenos deseos. Estos últimos, en particular, nunca están demás.

Sobre las malas palabras y las vacas en el campo de los Giuliano

Este post está dedicado a todos los que en algún momento han sentido ganas de lanzar un improperio pero se han sofrenado, para no pasar por mal hablados.
A ellos les voy a compartir la expresión que utilizaba mi abuelo Giuliano en esas ocasiones. El decía, por lo bajo: ¡Porca vaca empestada!.
Era raro escuchar a mi abuelo decir malas palabras. En realidad, era raro escucharlo hablar. Mi abuelo era un hombre muy bueno, muy sociable, dado a cantar y bailar, pero de muy pocas palabras en momentos de enojo. De hecho, gran parte de sus procesiones iban por dentro y se le terminaban congestionando todas en el estómago. Como el tráfico en una rotonda. Cuestión que el abuelo Giuliano tenía que ponerse a masajearlas, para que cada una tomara su rumbo, lo más pacíficamente posible.
La vaca empestada era la única válvula de escape que se permitía.
Yo no conocí a mi abuelo, pero siempre me dio mucha gracia esto de que manifestara sus exabruptos aludiendo a una vaca.
Con el tiempo fui entendiendo algo del tema. El caso es que las vacas empestadas eran todo un tema en el campo.
Gracias a Dios existían por ese entonces personajes como el Ñaña, amigo de Don Ciríaco y Doña Virginia, los que vivían al lado de Villa Edith antes de que se mudaran Guillermo y su señora Celia... El Ñana y Don Ciríaco eran criollos, hombres de a caballo que, además de tomar mate en la enramada del fondo de la casa, tenían sus contactos.
Entre ellos, el Criollo que andaba por los campos, curandero de animales y de personas, que no cobraba nada por sus trabajos, excepto quizá la propina que los gringos quisieran acercarle.
Una vaca empestada es, sencillamente, uno de los tantos animales que padecían el agusanamiento de heridas en el cuero. Quizá por la mordida de otro animal. Quizá por haberse lastimado contra el alambrado.
El caso es que el Criollo venía y curaba a los animales de palabra. Se paraba enfrente  y, sin tocarlos, murmuraba, quizá rezando, vaya Cristo a saber qué. Y entonces los gusanos se despegaban e iban cayendo uno a uno contra el suelo.
Pero el Criollo no sólo hacía esto. Su accionar más destacado era arriar la manga de langostas. El buen hombre preguntaba a qué lugar prefería el chacarero que se las dirigiera. Por lo general se las mandaba a un potrero, lleno de barro y bosta. Entonces el hombre se paraba frente al campo infectado, decía sus palabras, y las langostas se trasladaban, como las ovejas en la película de Babe, el Chanchito Valiente, abandonando el campo de alfalfa o el del trigo recién crecido y se iban, suave y obedientemente, al potrero.
Allí se las eliminaba, con defensas y fuego. De esto se encargaba, por supuesto, el langostero científico, hombre que enviaba el gobierno para hacer el trabajo sucio con las langostas.
Todo esto pasaba en el pequeño pueblo de Montes de Oca, Provincia de Santa Fé, hace más de setenta años.

Ya nadie recuerda el nombre del Criollo. Y en poco tiempo, ya nadie va a recordar que hubo una vez en que los gringos tenían vacas en el campo.

Una época en que los gusanos y las langostas eran obedientes. No había soja, ni transgénicos, ni agroquímicos, ni defoliantes, ni Monsantos, ni pulles... El mundo, hasta donde puedo ver, era un lugar mucho mejor y la gente, también.
Quizá, porque el gringo creía. En el Criollo, en el trabajo, en el esfuerzo. No estaba tan preocupado por si ese año iba a poder visitar dos veces, o sólo una, Disney. Ustedes dirán: es que no había Disney adónde ir. Igual, yo creo que muchas ganas de viajar no debían tener. Recién habían desembarcado y había que ponerse a laburar.