Gracias a esta sala, los antepasados y los presentes podían compartir, todos en derredor, la misma mesa larga (esa, la de cedro, la que tenía como tres metros de largo y dos cajones inmensos para guardar la ropa de mesa). Marcando su contorno, doce sillas de palitos y esterilla, esperan siempre la llegada de comensales.
Mi mamá comienza por el retrato de José Giuliano, el menor de los hijos del primer matrimonio del bisabuelo Bautista. José se ubica a la izquierda de la puerta de entrada al comedor. Del otro lado de la puerta y de bodas, Isabel y Sebastián (el hermano mayor del abuelo Juan Giuliano), observan la mesa desde el otro lado del ingreso.
Siguiendo hacia la ventana que da al frente con sus celosías y sus visillos, los papás de la abuela María: a la izquierda, Gerónimo Vaieretti y a la derecha Dominga Palmero, justo junto al trinchante de la licorera y la frutera de cristal.
Ya de frente a la puerta del comedor nos miran el bisabuelo Bautista Giuliano y su segunda esposa, madre de Juan y Sebastián: María Marconetto. Es gracioso: María Marconetto se observa desde allí a sí misma, ya anciana y casi ciega, atravesando el comedor para ir a probar los postres que esperan enfriarse sobre la mesada del trinchante. Pero a ella le cuesta esperar... aunque lo dulce queme un poco.
En la pared que enfrenta la ventana, pasando el cristalero alto y entre la puerta que da a la cocina y la caja fuerte, los propios nonos, Juan y María, también de bodas, cerrando el círculo con Isabel y Sebastián.
Todos engalanados con marcos de craquelé en oro y paspatús para igualar tamaño.
Este espacio de encuentro entre las generaciones perdura en la mente de mi madre hasta el día de hoy. Pero en el mundo real se diluyó con la venta de Villa Edith, una vez fallecida la abuela María.
La historia cuenta que el abuelo cargó con todo y se trasladó a vivir con su hijo y sus nietos, todos de regreso a la chacra. Allí, mientras vivió, habrá intentado un tiempo recrear la magia. Pero su casa ya no era la suya, y estaba solo. Sin la fuerza de María. Así que, al tiempo, él también partió.
El círculo perfecto, custodio de la mesa y de la familia, no logró superar el trance.
La historia sigue diciendo que sus rostros ardieron, junto con el craquelé y el paspartú, y el contenido de la caja fuerte, expoliado (entre Cristo sabe qué otras tantas cosas).
Dice una antigua balada española:
"...Se ven luegoEl fuego es cosa rara. Los hay sacros; los hay fatuos. Los hay de artificio y de entretenimiento, así como los hay para el castigo y el tormento. Accidentales y deliberados... Llamas que devoran y llamas benévolas, que iluminan y dan calor.
las cenizas, apagadas acaso con triste lloro,
de aquel fuego..."
Habrán querido los abuelos y los bis, que aquel fuego que contribuyeron a alimentar, con sus retratos y posesiones, no haya sido un fuego para nada. Ojalá haya servido o sirva para brindarle luz a quién, evidentemente, se encontraba en tinieblas.
Nosotros, con el tiempo, hemos intentado recrear el círculo. La mesa es otra, los cuadros ya no tienen craquelé, y algunos rostros siguen en incógnita. Pero el espíritu del círculo sigue intacto.
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