La Tía Leticia
Aquí va un intento de resarcimiento histórico a la figura de una mujer que no tuvo nunca un buen reconocimiento por parte de nuestra familia. Quizá sea que, como en todo grupo, alguien tiene que a ocupar el lugar de chivo expiatorio familiar y, en el caso, el lugar terminó ocupándolo Leticia.
En algún sentido yo diría que aún lo ocupa.
Leticia fue la hija menor del mi bisabuelo Gerónimo Vaieretti. A decir verdad, era la menor de todos los hijos que tuvo su mamá, Dominga Palmero, que de su primer matrimonio con Felix Vaieretti tuvo a Teresa, a Héctor y a Félix (hijo), y de su matrimonio con Gerónimo tuvo a mi abuela María y a Leticia (la primera a la izquierda, en la foto que vemos. La última es mi abuela María. En el medio, la Tía Antonia, a la que, de seguro, dedicaremos otro post).
María y Leticia perdieron a su mamá muy pequeñas. Pensemos: mi abuela María nació en 1904. Dominga en 1908 ya había fallecido y en circunstancias muy tristes, porque estaba esperando un hijo más.
El caso es que Leticia prácticamente no conoció a su madre. Tenía once meses. Y aunque mi abuelo Gerónimo era un padre de esos que aún hoy cuesta encontrar, en los hechos, el lugar de la madre estaba vacío.
Esa orfandad temprana, combinada con una naturaleza bondadosa y medios hermanos mayores de, seguramente, muy difícil gestión , no favoreció a Leticia, como tampoco la favoreció Dios con un buen matrimonio ni con la fortuna de tener hijos.
En todo caso, hasta que mi abuela vivió, se encargó de cuidar bien de su hermana menor. Pero, nuevamente, Leticia tuvo la suerte de sobrevivir a mi abuela, quedando sola y sin que nadie la protegiera, salvo algunos vecinos de Las Parejas (a donde había ido vivir al casarse). Tal el caso de los Giusti.
Es el día de hoy que los pocos descendientes que la recuerdan lo hacen trayendo a cuento los aspectos que consideran menos agradables de su personalidad: su preocupación constante por hacer sentir bien al otro (que irremediablemente terminaba provocando rechazo), su intención de mostrarse siempre útil y solícita (con lo que nadie quedaba enteramente satisfecho), su sensibilidad y facilidad para el llanto, su particular y constante atención al orden y a la limpieza. A punto tal que, cuando me veo con paño o escoba en mano, yo, que no la conocí personalmente, pienso: "propiamente la Tía Leticia".
Vaya esto en memoria de alguien que, a estas alturas, ya debe haberse ganado el derecho de ser recordado con más cariño y menos sorna.
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